domingo, 3 de noviembre de 2013

ACOPIO DE APRENDIZAJE



Una de las máximas preferidas de mi madre siempre ha sido: El saber no ocupa lugar. Haciendo que mi hermana y yo, nos imagináramos a Saber, como un señor muy muy alto y muy muy delgado, como un personaje de una historia de animación francesa. Con el paso de los años, he entendido y agradecido infinitamente a ese señor Saber –y a mi madre, su creadora, por supuesto- por todo lo que ha puesto a mi disposición.

Recuerdo que cuando éramos pequeñas, nuestros acopios de saber durante el curso consistía en las asignaturas del colegio, el conservatorio y los idiomas, además de miles de libros y cassettes que siempre rondaban por casa. Cuando llegaba el verano, las cosas cambiaban. El aprendizaje entonces se convertía en más light y en lugar de tener que hacer deberes, o empollar tochos, la cosa iba más sobre esos pequeños aprisionamientos de sabiduría que podrían sernos de ayuda – o tal vez no- en la vida, pero que, en cualquier caso, no requerían demasiado esfuerzo, dinero o tiempo.

Yo hoy día, tengo la teoría que es gracias a ese puñado de cosas extremadamente útiles que hemos sabido sobrevivir a esta vida de locos. En esa sucesión de veranos, aprendimos cosas tan útiles como mecanografía –no puedo ni imaginar lo lentísima que sería la vida sin poder escribir en un teclado a un ritmo ligero-; taquigrafía –ciertamente no ha tenido muchas aplicaciones conscientes, pero sí que me ayudó a comunicarme en clave, a parecer que escribía en árabe o apuntarme alguna palabra imposible de recordar en la mano para un examen-; corte y confección –aunque yo odiaba esas mañana eternas rodeadas de señoras que ponían el grito en el cielo por no adelgazar con su dieta frugal, aprendí mucho de ellas y además, que un buen patrón puede hacerte crear cualquier cosa-; cante y baile de jotas –una de las cosas que más orgullo me provoca. El arte jotero conlleva una actitud ante la vida, una fortaleza impresa en los descendientes de Agustina de Aragón.-; encuadernamiento de libros –donde desarrollé la buena intención de querer curar las heridas a los andrajosos volúmenes que frecuentaban ese hospital de libros (la biblioteca pública, de hecho). No pasó de una buena intención ya que, dicho sea de paso, siempre fui una chapucera indeleble-; pintura –pues eso, intentar pintar o dibujar me hizo ser consciente de que el chapucerismo es una fuerza genética más poderosa que cualquier posibilidad artística. Está bien ser consciente de tus más y tus menos.-; maquillaje –mi madre me hizo hacer esta actividad cuando comencé a tocar en un cuarteto en bodas porque, según ella, el susodicho señor Saber se convertía en una buena inversión con objetivos cortos. Así que, me encontré en aquel laboratorio de máscaras, sombras y pinturas y aprendí cosas muy curiosas: por ejemplo, que el verde mata el rojo o que el quitaojeras puede quitar casi cualquier cosa-; cocina –impartida por mi propia madre, una de las mejores cocineras que conozco, durante tres veranos seguidos. Aquí aprendí que las artes siguen un riguroso proceso científico (temperaturas, cantidades, ingredientes fundamentales) que no puedes saltarte, pero que existe una segunda cuestión: la intuición, no menos importante que la primera que marca la diferencia entre algo bien hecho y algo grandioso-.

Casi quince años después de que ya no viva con mis padres, el señor Saber sigue estando muy muy presente. Él me ha demostrado con numerosos ejemplos como algo que puedes aprender un poco al azar puede resultarte utilísimo a partir de un cierto momento –como esa prenda de ropa que compraste medio a desgana y hoy día es la cosa más cómoda y útil que tienes en el armario- o bien puede no tener resultados tangibles pero el hecho de tenerla en tu subconsciente puede darte visiones del mundo que de otra manera no hubieras podido tener.

Por eso, hoy brindo por ese señor y por esos padres –un besote desde aquí- que tenían esa sabiduría innata para hacernos aprender por el mero hecho de aprender.


Lo mejor para la tristeza –contestó Merlín, empezando a soplar y resoplar- es aprender algo. Es lo único que no falla nunca. Puedes envejecer y sentir toda tu anatomía temblorosa; puedes permanecer durante horas por la noche escuchando el desorden de tus venas; puedes echar de menos a tu único amor, puedes ver al mundo a tu alrededor devastado por locos perversos; o saber que tu honor es pisoteado por las cloacas de inteligencias inferiores. Entonces sólo hay una cosa posible: aprender. Aprender por qué se mueve el mundo y lo que hace que se mueva. Es lo único que la inteligencia no puede agotar, ni alienar, que nunca la torturará, que nunca le inspirará miedo ni desconfianza y que nunca soñará con lamentar, de la que nunca se arrepentirá. Aprender es lo que te conviene. Mira la cantidad de cosas que puedes aprender: la ciencia pura, la única pureza que existe. Entonces puedes aprender astronomía en el espacio de una vida, historia natural en tres, literatura en seis. Y entonces después de haber agotado un millón de vidas en biología y medicina y teología y geografía e historia y economía, pues, entonces puedes empezar a hacer una rueda de carreta con la madera apropiada, o pasar cincuenta años aprendiendo a empezar a vencer a tu contrincante en esgrima. Y después de eso, puedes empezar de nuevo con las matemáticas hasta que sea tiempo de aprende a arar la tierra.

The Once and Future King. Terence White.

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